Cuestión de Fe

.   La tumba de Amelia Goyri, La Milagrosa, es un lugar sagrado, venerado y muy respetado por creyentes y no creyentes, dentro y fuera de Cuba. A su lápida de mármol, en el Cementerio de Colón, nunca le faltan flores ni el fulgor de cientos de personas que allí acuden a volcar sus ruegos, movidos por la realidad y fantasía emanadas por la dulce madre que, desde hace más de un siglo, todo lo escucha  Te acercas despacio. Andas silente, taciturna. Llegas —allí se hallan otros—, y comienza a revolotear en ti un auténtico interés por la triste historia de José Vicente y su querida esposa; la leyenda del bebé arropado en los brazos de su madre en la tumba; la majestuosa escultura, con mármol de Carrara, que fusiona el mito, la tradición… lo espiritual. Estás de pie, inhalas y te envuelve el abrigo y la santidad de La Milagrosa. De pronto, encuentras relámpagos en las pupilas, volcanes disimulados en las caras y más de mil olas inundando los cuerpos presentes… los ruegos hacen eco en ti—y tú en ellos: «Amantísimo Señor Jesucristo, tú que le diste la gracia… auméntale más su santidad… Oh Milagrosa Amelia Goyri y tu hijo… ruega por mis peticiones… te lo pido con todas las fuerzas de mi corazón… en tu santa sepultura… así como desde mi hogar escuches mis súplicas… Amén». Las plegarias son como un enjambre y van tejiéndose en susurros hasta anidar en el silencio, en una lágrima, un gesto. Tú no puedes apartar la mirada de su imagen y adivinas que el murmullo no la abruma, porque a través del tiempo —sin proponérselo— la dulce madre se hizo cómplice de esos que no podían aguantar callados tantas penas amargas. Cuentan que, en los albores del siglo XX, la joven Amelia Goyri afrontó complicaciones durante el parto y junto a su primer retoño encontró la muerte. El fallecimiento casi trastornó la razón de su esposo que, por 40 años, visitó la tumba de su amada. En su afán de venerarla, José Vicente no se percató de que creaba un ritual que sobreviviría por siempre. Mas el rito de La Milagrosa —dicen—, nació cuando se exhumó el cadáver y se encontró su cuerpo intacto y el feto en los brazos, en vez de a los pies, como se aseguraba que había sido colocado al instante de ser sepultados. Con tales misterios comenzó a crecer la leyenda, matizada por una impresionable estatua de mármol que adorna la tumba: una mujer joven que carga a un niño con un brazo y con el otro sostiene una cruz. Los años le han sumado adeptos e incontables milagros. Ante el sepulcro, lo primero es saludarla tocando levemente la lápida de mármol y la parte inferior de la imagen esculpida. Luego debes bordear la tumba y solicitar tu petición, mientras se recorre el reducido espacio que ocupa.   “En el Cementerio de Colón hay cerca de 55 mil tumbas y la única que tiene flores frescas es la de Amelia”, el comentario de Norberto Cabrera puede asaltarte bajito. Hace dos décadas cuida la humilde morada de La Milagrosa y ya llena un libro de anécdotas, de creyentes y no creyentes, que buscan cobijo bajo su mirada.  “Como usted puede ver —continúa Norberto—, detrás de la reja está el museo de los agradecimientos. Le pusimos así porque hay más de 500 tarjas que han hecho las personas que han venido a pedirle algo y se les cumple su petición. Gente de Canadá, EEUU, México, Venezuela, Italia, Alemania, China, y cubanos. Personas que han venido con distintos problemas y después que reciben la ayuda le prometen una gratitud eterna”.  Y por boca del buen hombre te enteras también del homenaje que se hace con violines y guitarras por su natalicio, el 29 de enero, o por su muerte, el 3 de mayo, o por el Día de las Madres, cuando es prácticamente imposible acudir a la tumba por la cantidad de personas que acuden.  Asimismo, es probable que no sepas qué dejarle, pero no pide nada, al contrario. La Milagrosa te regala un vergel en el que sembrar verde , un bálsamo para curar cicatrices y el deseo, por un instante, de enfriar sus páginas de otros tiempos, en aras de que ardan entre nosotros sin ser una antorcha inédita, desconocida.  Vuelves sobre tus pasos, sin perderla de vista, sin atreverte a irrespetarla con tu espalda. Retornas henchido, pues descubres cierto encanto en las cosas que “duermen”, y casi al salir del camposanto… te persignas, en señal perpetua de que crees en el brillo de lo posible, de que tienes fe en ella.





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